miércoles, 24 de febrero de 2010

Tango

Esto se acabo.

Entre el olor a incienso de canela y sudor ambos dormían; ella despertó, cómo un gato desperezándose. Se movió en sus cuatro patas, y empezo a levantarse. Su cola le daba estabilidad mientras desdoblaba su espalda en medio de ese juego tan jorijabundo que jugan sus manos.

Como patas.

Él la miró, y sintió su despertar en las rodillas. Le había hemapeado la pilistraba y había dejado que él sintiera ese salado olor de vergina. Y se golperaron. Y el observaba el espectáculo que hacía ella al revivir su cuerpo.

Como una bruja.

Era un hechizo, el incienzo nos los dijo antes de extinguirse. Antes de fundirse con el espacio. Era magia, era crear algo de donde no había habido antes nada. Era empostrarse en esa ilusión divina que es el amor.

Como si no tubiera nada.



No tenían nada; era un cuarto con una cama y un baño. Oían los gritos del bandoneón desde una caja negra. Y sus pasos y taconeos, y él gato que venía a unirse, y los vecinos que gritaban y él que no dormía.

Como mientras fingía que dormía.

Saltaban, la gata sobre el tronco, y el pijama sobre el bolsillo. A su alrededor, al ritmo de la música, intentaban tocarse sus labios pero el violín no lo permitiría. Hay que seguir el rimo. Corrían como dos niños, se corrían al verse.

Cuando ella.

Cayó en un letargo que pareció eterno, desmayada por el cansancio. Como un gato después de una noche de luna. Y empezó a moverse hacia la cama, medio lagarto, medio lagato. A cada compás del bandoneón se recuperaba, se recuperaba, pero era la muerte lenta.




Como él.

La tomo entre sus brazos, y la enfiriscó en(con) su cuerpo. Murió en sus brazos; cantaba en un idioma que no comprendíamos, en un triste pero dulce letargo, y conforme el sol se escondía de los niños en los parques. La matamos, para el día siguiente.

Porque con la caída del sol, entre su olor a sudor e incienso de canela. Ambos durmieron.

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